Éste, en principio, era un post para hablar de las montañas y los montañeros.
Empezó a rondar por mi cabeza cuando veníamos de vuelta de Gredos el primer fin de semana de diciembre. Es en esas largas horas en el viaje en coche de vuelta, cuando haces recopilación de todo lo que ha sucedido durante los días que has estado en ese medio que tanto te gusta y al que a veces tanto temes.
La gente «normal» no suele entender qué nos lleva a acercarnos a este medio inhóspito, agreste y agresivo para el ser humano sobre todo en invierno. Total, ellos están en sus casas calientes, delante del radiador, con la manta echada sobre las piernas y viendo su programa de televisión favorito después de haberse duchado con agua calentica.
Tú en cambio, llevas tres días sin ducharte, estás pasando frío en los pies, en las manos y en la cara, te terminan rozando las botas, te has dado algún que otro golpe e incluso has tenido alguna pequeña caída por resbalarte con el hielo. Penurias, hambre, frío, dolor, miedo…
Pero es tanto lo que la montaña te da a cambio que compensan todos esos pequeños sacrificios que tú entregas a modo de pago. A cambio, cuando vuelves a casa descubres que tu cama es la mejor cama del mundo, tu sofá el más cómodo y que es tan absolutamente maravilloso el disponer de agua caliente en tu propia casa…
Además te sientes físicamente cansado pero mentalmente liberado, tremendamente en paz contigo y estrechamente conectado con todo el planeta que en el que tenemos la suerte de estar viviendo.
Se suele decir que los montañeros somos gente especial. También es cierto que los estadounidenses denominan «special people» a la gente que es especial por otros motivos y habitualmente muy a su pesar.
Qué carajo: nosotros también somos «special people».
Y las montañas hay que subirlas porque están ahí.
Aunque sea invierno.